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LEO'S PLACE
por Ramon Sicart i Batet

Texto en el catálogo LEO'S PLACE, Galeria Sicart, octubre 2000


Habituados como estamos a las prisas, a vivir el día a día al día, a mirar siempre adelante y a fuera, cuando iniciamos el viaje que nos propone Leo Wellmar a través de los paisajes que conforman su obra, de entrada, sentimos la necesidad de un cambio de actitud. A medida que nos adentramos notamos como vamos perdiendo la noción del tiempo, ya que en ellos es inexistente; las prisas se convierten en una paz relajante mientras avanza el recorrido y sentimos que en el fondo el viaje sólo es una excusa: forma parte de la razón de vivir.

Una silla solitaria en un porche que se abre al mar y que nos invita a sentarnos, nos puede dar la sensación de alguien que espera y que en la espera haya detenido el tiempo, pero también puede ser el indicio de que haya empezado el viaje. Hay una implicación entre la soledad de al que espera y la del entorno, entre la vastedad del entorno y la del viaje y, por descontado, en todo viaje, cuando más lejos vamos más solos. nos sentimos y más nos encontramos.

Otro indicio de la partida, de dar un paso adelante, podría ser el embarcadero de madera sobre las piedras abierto al mar, un embarcadero también solitario que puede facilitar el embarco o el desembarco, punto de partida y de retorno, a pesar de que entre el principio y el final lo único que importa es la distancia que hay entre ellos.

A medida que avanzamos entre estos mares de calma, nos encontramos multitud de islas, islas que nos seducen por sus evocaciones y sus cantos de sirena: islas brumosas rodeadas de escollos, la isla para la recuperación que el agua del mar mece, islas unidas bajo un fantástico cielo de tormenta, la isla virgen atenta a la tierra firme, la isla del encuentro con sus tres pilotes de señalización y atraco y la del cabo de compañía; islas lejanas donde una lengua de tierra intenta acercarse, la isla del silencio donde el agua del mar suavemente ondea, el espacio silencioso del horizonte y el silencio detenido a los pilotes que afloran del mar. La isla como refugio y también, como su raíz semántica indica, aislamiento, soledad.

Los caminos de piedra en medio del mar se abren al espacio, irreductibles: son la unidad del ser y su fuerza, la esencia; nos facilitan el tránsito y rehuyen la asfixia de ahogamos. Nos liberan la mente. Son dureza y perseverancia.

Los árboles como símbolo de crecimiento, los troncos de los cuáles se imponen delante del paisaje, y no sabemos como se ahondan en la tierra ni como se comunican con el cielo; árboles que nos cierran el paso y nos ocultan la otra parte, pero sabemos qué hay detrás de ellos y es por eso que tenemos que ir más lejos; árboles que nos invitan a transitar por un camino silencioso, sin estridencias, entre esta luz blanca que lo inunda todo, llena los cielos y se refleja en las aguas.

La luz es la gran protagonista del viaje. A veces nos guía, nos es la referencia, se derrama por las telas y se instala en las retinas. A veces el exceso de luz nos deslumbra, nos fascina su fulgor; otras, la contención de los grises hace que nos acogemos en nosotros mismos; que tengamos ganas de resguardarnos mientras interiorizamos los repliegues del horizonte: metáfora de los conocimientos adquiridos en la travesía.

Sin tiempo no hay deseo de retorno, ni de llegada. Ni el arte ni la literatura nos pueden salvar del entorno: sólo las sensaciones. Pero podría ser lo mismo. De estos paisajes, más allá del espejismo cotidiano, sabemos la existencia, aún que sólo sea en los cuadros de la Leo o en la mirada de los que hemos osado sentarnos, por unos instantes, en la silla solitaria del porche a contemplarlos.

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